miércoles, 5 de junio de 2019

Muse: Part 2: Mutini.




No soy de los que odian.
Finjo muy bien hacerlo, pero al final solo me quedo en silencio y lo olvido, dejo pasar las cosas, solo recuerdo a través de esa voz pequeña qué me hablo al oido y me dice: "No olvides..."

Cuando niño fueron tantas las veces que me prometieron cosas que no tuve que a estas alturas me es imposible sentir rencor. Estoy acostumbrado a no salirme con la mía desde entonces. No hay mayores caprichos en mi vida ni suficientes promesas sin cumplir. No espero nada del mundo porque sé que si llego a obtenerlo inevitablemente terminarán por quitármelo.

Gran parte del tiempo estoy más triste de lo que aparento, pero no encuentro la manera de decirlo sin involucrarme en una exposición de las cosas que prefiero mantener ocultas para no agitar la marea más de lo que ya está.

Esas son las noches cuando me quedo en silencio o mis huidas repentinas al sol un domingo por la mañana. Escapes desesperados para no dejar aflorar la rabia. Esas son las cosas que he aprendido con el tiempo. Siempre soy yo el que pierde y ese, como todos los hábitos, es uno con el que se aprende a vivir con la esperanza de que suceda algo más trágico que me ayude a guardar lo que de verdad me importa en el mismo cajón donde tengo años acumulando desilusiones, ni siquiera tengo el valor de hablarlo. No quiero erosionar la frágil línea que separa lo privado de lo público. Pero siempre encuentro eufemismos dispersos, pistas para que las lea la persona interesada y haga lo que siempre hace con ellas: borrarlas con intentos poco sutiles de disculparse sin dejar ver su debilidad ni hacer mella en su orgullo.

Tengo años difuso entre las cosas que estoy dispuesto a hacer y las que se consideran incorrectas. Tengo años dibujando manos cogidas bajo la lluvia y besos húmedos al caer la tarde. A veces los logro y sonrío y me olvido...

A veces, simplemente, no es eso lo que pasa.

¿Cómo digo lo que quiero decir sin herir a nadie?
¿Es acaso posible?

Lo que más duele de estar decepcionado es que hay sentimientos más fuertes que es preferible mantener resguardados ante la mínima posibilidad de perderlos del todo. 
Toda mi vida consiste en eso. 
En pedir más tiempo, en soñar con una segunda oportunidad, en cuidar que no se viole ninguna clausula del contrato, en hacerme la vista gorda ante las heridas a las que no siempre se les da importancia y esperar tener la suerte de obtener otra prórroga.

No es quedarme solo lo que me asusta...
Es perder lo único que me importa perder entre demasiadas cosas que pierdo constantemente.

Por ese camino estrecho desfilaron mi dignidad, mis amigos, un buen trabajo, los aplausos, el dinero, la capacidad de hilvanar ideas con palabras, la vergüenza, el frío, el título que colgaría en la sala de no ser porque abandone, el talento, el sueño de comenzar de cero en otro país estrellado en la pared junto la desilusión qué da haberla cagado de manera garrafal, los ojos vendados, las esposas de felpa, las habitaciones de hotel, el respeto, la comida caliente, mis discos compactos, mi ropa de invierno y la muerte.

Por eso quiero conservar lo único que me queda.

Aunque tenga que tragarme la indignación y manejar mi decepción con lo mismo que se traga lo que nunca se ha tenido sin molestar a nadie más.
Gracias a Dios si es que Dios existe o mejor dicho, gracias a quien me abandono por dejar todo este silencio.

Ese generador de tiempo extra que mantiene en su sitio el contenido de la botella que tarde o temprano, como la vida y tu primer beso, terminará por escaparse de tus manos.

Prefiero que sea de esta manera.
Ya se verá como acabará. 

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